Perico Girón se enamora (IX) - El Pespunte

La antigua casa de Antoine Lapêtre, aquel benefactor de Belle asesinado por los ladrones, se encontraba en la rue de la Liberté, muy cerca de los Jardines de Luxemburgo. Ella recordaba haber contemplado desde su ventana los macizos florales y el lago de aquel céntrico parque. Una vez localizada, preguntaron en el vecindario por su inquilino actual y resultó ser un perfumista ya anciano apellidado Lafitte.

A la mañana siguiente, vestidos con cierto lujo, Perico y Belle llamaron a su puerta. Escucharon cómo bajaba la escalera alguien con paso lento. La puerta se abrió y dejó ver la espalda de un anciano que desandaba el camino para volver a ascender. Ellos se mantuvieron quietos, sin saber cómo reaccionar, hasta que el hombre dijo sin volverse:

—Has vuelto muy pronto del mercado, Pierre.

Perico carraspeó y el hombre se dio la vuelta.

—Estimado monsieur Lafitte. Permítame que me presente —dijo antes de hacer una leve inclinación de cabeza—. Me llamo Felipe de Alcaraz y Mendoza. Ella es mi esposa. Como verá por mi nombre y mi acento soy español. Estoy aquí porque he sido comisionado por las principales casas de mi país para volver con los mejores perfumes de Francia y me han informado que son los que usted fabrica—esto lo dijo Perico con voz segura y sin tropiezos.

—Por supuesto, por supuesto, adelante. Cierren la puerta y síganme, por favor —respondió, satisfecho, monsieur Lafitte mientras les precedía por la escalera.

Esta acababa en un pasillo al que se abrían varias puertas. Franquearon una de ellas y accedieron a una estancia de techos altos pintados con amorcillos y escenas galantes. Cerca de uno de los muros se extendía una larga mesa atiborrada de frascos de cristal de distintas formas, tamaños y colores. Monsieur Lafitte pasó al otro lado y empezó a destapar frascos que Perico olía con delectación y maneras de experto. Belle, por su parte, alababa la decoración de la casa. Lo hizo tanto, y en términos tan extremados, que monsieur Lafitte la invitó a recorrer el resto de estancias. Ella no se hizo de rogar. Salió de aquella habitación y caminó hasta el final del pasillo. Allí abrió otra puerta.

La estancia estaba a oscuras. Belle se acercó a la ventana y abrió los postigos. Un torrente de luz entró en el cuarto vacío revelando una miríada de motas de polvo suspendidas en el aire. Con paso firme y resonante en la tarima se dirigió hacia una de las paredes, que comenzó a golpear con los nudillos hasta encontrar un punto que sonaba a hueco. De su bolso extrajo entonces una pequeña barra de hierro de punta plana. Buscó la unión de las placas de madera que forraban la pared y con un par de toques sutiles consiguió dejar el escondite a la vista. Este era el lugar que los asesinos de monsieur y madame Lapêtre habían buscado, sin encontrar, aquel aciago día.

Belle volvió a la estancia de los perfumes y cambió una mirada de inteligencia con Perico mientras señalaba su bolso. Perico inició entonces la retirada mientras aseguraba a monsieur Lafitte que realizaría un pedido en los días venideros. El anciano, que parecía no haber sospechado nada, los acompañó hasta el final de la escalera y les abrió la puerta de la calle haciéndoles tímidas reverencias. En ese momento volvía Pierre del mercado.

Perico Girón se enamora (IX) - El Pespunte

Una vez en la habitación, los dos sentados en la cama, Belle extrajo del bolso dos saquitos de terciopelo y se los entregó a Perico. Este abrió primero el mayor, más pesado. Contenía monedas de oro francesas y españolas, un pequeño capital. Luego abrió la otra, más pequeña y ligera. En su interior encontraron varios diamantes tallados, uno de ellos de buen tamaño y todos de aparente gran pureza y claridad. Perico tomó la gema mayor y la levantó a la altura de los ojos. Todo lo que les rodeaba, la fealdad de los muebles viejos y desportillados de la posada, las manchadas paredes, la tarima vencida en tantos sitios, parecía limpio y en perfecto estado visto a través de aquella piedra descomunal.

Nuestro protagonista había andado París con su madre apenas una par de años antes. Juntos entraron en gran variedad de comercios y recordó haberlo hecho en joyerías situadas cerca del palacio de las Tullerías, en la place Vendôme, donde Napoleón ordenaría erigir la gran columna tras la batalla de Austerlitz. Recorrieron tres de ellas. En los establecimientos abrían el saquito de los diamantes y recababan la opinión del joyero. Los tres, una vez examinadas las piedras con sus poderosas lupas, concluyeron que la grande era falsa, un simple cristal tallado, pero los diamantes pequeños sí tenían valor. Dos de ellos se ofrecieron a comprarlos y Perico y Belle los vendieron con placer. Ambos salieron de la tienda con el alma ligera, la bolsa repleta y la juventud intacta.

En Madrid, mientras tanto, las cosas iban mal. La duquesa de Osuna languidecía echada en una chaise longue la mayor parte del día. Su Perico, el sol de su vida, se había ido, había preferido la compañía de aquella francesita sin honor ni virtud a la obediencia debida a sus padres, a la madre. El drama era casi físico. Se había celebrado una competición amorosa en la que ella había perdido. La intensa vida social que María Josefa llevara había desaparecido por completo. Ya no asistía a las sesiones de la Realde las Damas de Honor y Mérito Matritense, que presidía desde 1788 por decisión real y a las que no faltaba nunca. Tampoco organizaba conciertos, ni siquiera para su placer. Aquella orquesta de más de veinte maestros —los mejores violinistas y oboístas de la corte— formada y financiada por ella y dirigida por Luigi Boccherini, esa orquesta que tantas tardes de placer había proporcionado a la familia, languidecía falta de encargos. Los músicos, sin embargo, vivían felices porque seguían cobrando su sueldo, algunos más de mil reales al mes. De aquellos dispendios, puedo asegurarlo, vienen las estrecheces por las que pasa ahora la casa de Osuna, que ya veremos cómo acaba. La duquesa solo se consolaba con sus nietos, que nacían regularmente todos los años, como si fuesen parte de una cosecha que solo necesita un poco de agua y de luz para prosperar.

El duque parecía indignado. Que un hijo suyo le hubiese faltado el respeto de esa manera, poniendo en duda su autoridad, era algo inaudito. Él era el duque de Osuna, propietario de media España. La sola mención de su nombre debía bastar para que se le abrieran todas las puertas y se le rindiesen todas las voluntades. Pero he aquí que un mozalbete se había atrevido a ignorar la suya. Y no se sentía burlado solo como duque y como padre, también como jefe del ejército. Esto último le había dolido más que todo lo demás, desobedecer una orden suya, de un Girón, familia que desde antes de la batalla de la Sagra, allá por 1086, había demostrado un valor y una gallardía ejemplares. De todo esto se quejaba en público, aunque en privado, y con los más cercanos, razonaba de otra manera. Su Perico era un hombre. De eso no cabía la menor duda. Un hombre con los atributos muy bien puestos, capaz de oponerse con éxito a la voluntad de uno de los individuos más poderosos del país después del rey. El duque veía en él un hombre fuerte, que dejaría una huella indeleble en la vida de todos los que lo conociesen. Lamentaba, eso sí, y mucho, el atentado a su clase. Los miembros de la nobleza se casaban entre ellos. Había sido así desde el comienzo de los tiempos. Otra cosa no cabía. Y ahora iba su Perico y daba ese paso, se escapaba de casa con una mujer sin patrimonio ni apellidos, aunque muy buena moza, había que reconocerlo. Podían no volver. Sabía que la parejita estaba en París. Los espías que había pagado habían dado con ellos. Los tenían controlados. Vivían en una posada de mala muerte. Pronto se les acabaría el dinero y ya se vería qué hacían entonces.

El duque suspiraba: seguía con el dolor del costado y no sabía si viviría lo suficiente para volver a ver a su hijo.

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(Continuará).

La imagen es una reproducción de Expectativas, de Lawrence Alma-Tadema (óleo sobre lienzo, 1885).

Víctor Espuny

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