La obsesión de escapar de la muerte es tan vieja como la presencia del hombre sobre la Tierra que, dicho sea de paso, ya no la cuenta la ciencia en un millón de años, sino en tres, y es un estimado conservador, pues los científicos más atrevidos la datan de antes aún. Pero el caso es que la idea de la muerte, tal como la conciben los ateos hoy, como un cese total de todo, no fue concebible para los pueblos antiguos, quienes, aunque veían el cuerpo dejar de moverse y respirar, únicamente aceptaban que se quedaba solo en el lugar donde era sepultado y que, en presencia física, tal como lo habían conocido sus deudos, ya no estaba más.
Sin embargo, no pensaban que así acababa la existencia, sino que continuaba de algún modo, y cada pueblo y cada cultura imaginaron a su manera esta continuidad. Los pueblos guerreros, por ejemplo, como los celtas y los vikingos, estaban convencidos de que había un lugar, en el caso de los celtas de Irlanda era la tierra de Tir Na Og, para los de Bretaña el Castillo en Espiral de la diosa Cerrydwen, y para los vikingos el Valhalla, a donde iban las almas de los reyes, los guerreros y los héroes, y el resto de las almas, las de los campesinos y esclavos, bueno…, se quedaban vagando por ahí, y en fechas muy señaladas que solían coincidir con cambios estacionales regresaban a reunirse con los vivos por un período breve, que podía durar desde una noche hasta una semana. La idea de que otras formas de vida seguían al cese del movimiento y la respiración era universal, y aún sigue siéndolo, y de ella han nacido todos los paraísos, infiernos y zonas del Más Alla, donde el difunto mora más o menos apaciblemente, de acuerdo con sus merecimientos, y donde algún día se reunirá con sus seres queridos.
La arqueología ha demostrado suficientemente cuántas formas diferentes existieron de preparar un difunto para su último viaje, poniéndole sus más hermosos vestidos, rodeándolo de sus armas, joyas, vajillas y hasta de esclavos y animales, para que estuviera acompañado y no extrañara sus objetos más preciados allí donde fuere. Los hombres del paleolítico pintaban con ocre rojo al muerto porque identificaban este color con la sangre y la sangre con la vida, por lo que era una manera de infundir vigor al fallecido para que continuara viviendo. ¿Quién no ha visto el hermoso documental que narra cómo fue enterrado un emperador chino en una tumba que hoy se conoce como la de los Diez Mil Guerreros, rodeado por un ejército de guerreros de terracota, todos retratos del natural? Los etruscos crearon una necrópolis tan grande como una ciudad, donde cada tumba era una verdadera casa, y contenía absolutamente todo lo que se necesita para la vida cotidiana, desde joyas hasta hermosos murales y elaborados cacharros para cocinar, y a tal extremo estaban bien construidas y eran confortables que durante siglos sirvieron también como hogar para los vivos que se instalaban en ellas más o menos subrepticiamente. Los hebreos acostumbraban ungir el cadáver con aceites aromáticos y envolverlo con bandas de lino, pero esta costumbre la aprendieron durante el tiempo que vivieron como esclavos en el país donde la vida después de la muerte era un arte mayor, y la existencia entera estaba en función del último aliento: Egipto.
Los egipcios fueron, entre todos los pueblos de la humanidad, los que construyeron un imaginario más abarcador y complejo alrededor de la muerte. No fueron los primeros en practicar la momificación, pero sí los que hicieron de ella un arte perfecto. Casi puede decirse que nacían pensando ya en la muerte, y quienes tenían medios económicos como para permitirse ciertas comodidades, antes que construirse una hermosa casa colocaban la primera piedra de su tumba. Ahora pensamos en las pirámides como las tumbas egipcias, pero antes de ellas hubo otro tipo de sepultura, unos edificios escalonados que terminaban en una plazoleta, llamados mastabas.
Para un egipcio no era suficiente que su alma pasara a vivir en el Más Allá: necesitaba irse con su envoltura carnal también, por lo que tenía que preservar su cuerpo de la descomposición. Aunque la momificación era una práctica corriente a la que recurría todo aquel que quisiera alcanzar vida eterna, era también costosa, y quien no podía pagarse su momia y tenía que conformarse con ser enterrado en la arena sufría horrores porque, de ese triste modo, perdía la oportunidad de una segunda existencia. Quienes hayan leído Sinuhé el egipcio, la maravillosa novela del escritor finlandés Mika Waltari, recordarán el sufrimiento del protagonista por haber gastado en prostitutas el dinero que sus padres habían ahorrado con tantos esfuerzos para que él pudiera pagarles la momificación cuando murieran. Sin embargo, los egipcios, pese a ser un pueblo tan religioso y espiritual, eran también un pueblo de comerciantes, por lo que tenían una mentalidad práctica y desde muy temprano establecieron tarifas para convertirse en momia, de modo que hasta un esclavo, si tenía ahorros, podía sacar boleto para la eternidad. Era tan importante para un egipcio ser momificado que hasta los nonatos eran sometidos al proceso, en especial si eran fruto de linajes aristocráticos o reales.
La momificación no era solo un arte, sino una ciencia complejísima sobre la cual aún hoy se sabe poco. Un personal altamente especializado se encargaba de momificar en una institución que, paradójicamente, era llamada La Casa de La Vida. Allí laboraban médicos, cirujanos, obreros, expertos en herbolaria y esclavos. Estos últimos vivían en el lugar a tiempo completo y solo salían muertos. El proceso para “hacer” una momia podía demorar meses, y comenzaba sobre una camilla, donde al cadáver le eran extraídos los órganos más importantes del cuerpo con técnicas especiales que no dañaban la apariencia exterior del difunto.
El “técnico” momificador comenzaba por retirar el cerebro, para lo cual utilizaba un instrumento que introducía por las fosas nasales, partía el tabique, continuaba hasta la caja craneana y, con hábiles maniobras, iba extrayendo trozo a trozo nuestro órgano del pensamiento. Pulmones, estómago, intestinos e hígado se licuaban con una inyección de aceite de cedro y luego eran drenados, o se extraían mediante una pequeña incisión en el costado derecho, se lavaban con vino de palma y especias, se deshidrataban, vendaban y guardaban en cuatro recipientes llamados vasos canopes. Estos vasos no eran iguales. El que contenía el hígado tenía en su parte superior la forma de una cabeza humana, el del estómago la cabeza de un chacal, una cabeza de mono el de los pulmones y una de halcón el de los intestinos. El corazón y los riñones se dejaban dentro del cuerpo. Después de lavados y desecados, los órganos se volvían a introducir en la cavidad abdominal de la momia junto a la masa de relleno del cuerpo, y los vasos canopos quedaban vacíos, o al menos es lo que afirman los textos sobre momificación, pero hasta donde sé, esta afirmación no se corresponde con los canopes hallados en todas las tumbas, porque en muchas ocasiones se les han encontrado dentro las vísceras o restos de ellas.
Así eviscerado, el cuerpo pasaba a otro departamento donde se le deshidrataba y se le sumergía en piscinas que contenían una solución de agua y natrón (el vocablo en egipcio antiguo, lengua carente de vocales, es impronunciable y significaba sal divina, para nosotros simple carbonato de potasio sin mayor misterio), que detenía la descomposición y secaba los tejidos, en un proceso de “curado” parecido al que se hace hoy en las tenerías, y podía durar de un mes a 70 días, en dependencia de la tarifa contratada por los interesados o sus deudos.
Una vez seco, el cadáver era lavado con vino de palma y vuelto a rellenar con una mezcla de mirra, canela, casia de Alejandría, líquenes, serrín, arena, cáscaras de cereales, bolsas de lino llenas de natrón y otros objetos. En algunas momias se han encontrado como parte de la fórmula miel y propóleos.
La piel de la momia se ungía con aceites y resinas aromáticas, además de otras resinas vegetales fundidas para evitar el deterioro. La misma mezcla se usaba para rellenar el interior del cráneo. Los ojos y la nariz se sellaban con cera de abeja mezclada con resinas.
Llegado a este punto el proceso, la ya momia pasaba a otro departamento donde se procedía a vendar cada miembro por separado, y después se enfardelaba el cuerpo entero con las extremidades unidas a él. Para aislar a la momia de la humedad también se añadía resina entre los vendajes interiores y exteriores. Y en la parte superior se colocaban mortajas de fino lino rojo, se entiende que solo en las tarifas más caras. Luego los embalsamadores embetunaban la momia para su definitiva conservación y protección.
En algún momento de ese proceso, la momia pasaba a un departamento de La casa de la vida, que hoy podríamos llamar de belleza, donde era peinada y maquillada y se le pintaban las uñas con polvo de oro. Las momias eran protegidas con amuletos que se depositaban entre las vendas. Eran frecuentes los escarabajos que representaban a los dioses, en especial a Orus, quien tenía a su cargo recibir al difunto en la otra vida, imaginada por los egipcios como una especie de paraíso a orillas del Nilo.
Las momias más célebres son, sin duda, las de Ramses II, cuya estatura sobrepasaba en mucho la de un hombre alto de nuestros días (mide más de dos metros), Seti I y, por supuesto, la de Tut Ank Amón, el faraón niño cuya tumba descubrió el arqueólogo Howard Carter en 1922, y que ha aportado a la egiptología no solo sus más valiosos tesoros materiales, sino conocimientos invaluables sobre el misterioso pueblo egipcio.
Pero no solo los humanos eran tributaros de la momificación. También los animales podían recibir tal honor y acceder a la vida eterna. En el Valle de los Reyes, necrópolis que contiene el mayor número de tumbas descubiertas hasta hoy, se han encontrado innumerables momias de gatos y monos. Cuando la mascota de un habitante de Egipto moría, ya fuese gato, perro, mono u otra, podía ser sometida a ese proceso y, en muchos casos, se le confeccionaba un sarcófago o se le realizaba una ceremonia funeraria especial.
Se estima que la primera evidencia de momificación intencional data de unos tres mil quinientos años antes de nuestra era. La momia más antigua encontrada intacta tiene unos cinco mil cuatrocientos años y se conserva en el Museo Británico, en Londres. Al parecer, la arena del desierto la preservó.
Vale también aclarar que el procedimiento de momificación fue sufriendo cambios con el paso del tiempo y de las dinastías, y que oficialmente llegó a su fin cuando los cristianos se hicieron fuertes en Alejandría, la capital. Las últimas momias datan del siglo II, donde la nueva religión prohibió tal costumbre. Pero los egipcios no podían deshacerse de lo que había sido el alma de su pueblo, y terminaron por inventarse los retratos de El Fayum, pinturas que reproducían fielmente el rostro del muerto y que, presumiblemente, en muchos casos fueron encargadas en vida del futuro difunto. Estos retratos eran colocados en la parte superior de los sarcófagos que contenían el cuerpo y cubiertos con un velo delicado. Después la familia los colocaba en posición vertical contra la pared de una estancia de la casa destinada a ese fin, y allí seles rendía culto en secreto, ya que los monjes cristianos censuraban esta práctica que consideraban pagana y pecadora. Por su parte, el pueblo egipcio continúa, aún hoy, rindiendo honores a la memoria de sus muertos, como lo demostró la nutrida procesión de pueblo llano que se dio cita a ambos lados de una carretera para venerar el paso de la caravana que conducía a un museo las momias de varios faraones.
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fny