¡Que vengan los virus y me lluevan los euros!

¿Qué tienen que ver la política, la guerra, el comercio, las empresas y la construcción naval con la demagogia y la inflación? Aparentemente nada, porque cada uno de estos fenómenos sigue su lógica, pero se dio el caso hace 25 siglos y se ha vuelto a dar ahora que todos ellos se encadenaron formando una peligrosa espiral de consecuencias imprevisibles.

Comenzaremos nuestra historia en la península del Ática, cuya capital era Atenas. Allí había sido elegido arconte Temístocles (525-459 a. C.), quien tomó una trascendental decisión cuando se descubrieron las riquísimas minas de plata de Laurion, que pasaron a ser propiedad de los atenienses. Para su explotación se decidió hacer concesiones a particulares, según los filones, siendo los trabajadores esclavos. Se pidió que la plata se distribuyese entre todos y cada uno de los ciudadanos, una vez restado el beneficio privado. Pero Temístocles consiguió aprobar una ley que destinaba esos beneficios a la construcción de una gran flota de guerra, necesaria para defender a su ciudad del dominio persa. Eso ocurrió entre los años 490-480 a. C.

Atenas comenzó a acuñar monedas de plata de uno, dos, cuatro y hasta diez dracmas, teniendo el dracma un peso de 4,37 gramos. Con esas monedas se pudo comprar de todo. Primero madera para los barcos, que se importaba del mar Negro, además de cáñamo para las cuerdas y telas para las velas. Todos esos materiales se ensamblaron en los grandes arsenales y en ellos trabajaron miles de carpinteros y artesanos. La población de la ciudad comenzó a crecer y el Ática ya no era capaz de producir trigo y otros alimentos básicos para ella, por lo que comenzó a importarlos masivamente. A cambio esa ciudad únicamente era exportadora de aceite y cerámica de lujo, por lo que su balanza de pagos se equilibraba con la exportación de moneda de plata. Pensemos que en la antigüedad la moneda valía por su peso, y por eso se pesaba a la hora de hacer un pago, por lo que se puede decir que la plata exportada por toneladas era otra mercancía más.

Pero el dracma, además de un cantidad de plata, era una moneda, que Atenas impuso como patrón de cambio en todo el mar Egeo y a todos los miembros de una alianza naval, llamada la liga ático-délica, que fue algo así como la OTAN del momento, pues su misión consistía en la defensa común de los griegos del dominio naval del imperio persa, que abarcaba la actual Turquía y todo el Próximo Oriente.

Atenas tenía su puerto en el Pireo, a unos 20 kilómetros de la capital, y Temístocles también consiguió que se construyesen los Muros Largos entre ambas ciudades, para que toda la población de la península pudiese refugiarse allí, hacinada y en viviendas de mala calidad en caso de una invasión, como la del año 432 en la Guerra del Peloponeso.

¡Que vengan los virus y me lluevan los euros!

Al Pireo acudían comerciantes de todo el Mediterráneo. Se creó una gran mezcla de poblaciones, e intercambio de mercancías, lenguas, personas, y también de gérmenes, como el que traería la plaga, que se cebó en la población hacinada en ambas ciudades y los Muros Largos. Plaga que nos describió magistralmente Tucídides, y cuyo diagnóstico no ha sido posible hasta hace muy poco, gracias a los análisis de la pulpa dental de cadáveres enterrados precipitadamente en fosas comunes.

Los atenienses se hicieron ricos con su moneda, con ella construyeron una flota que les dio el poder en el mar, y puso en marcha toda una cadena industrial. El dinero llevó al poder, que trajo más dinero, y el poder político de la ciudad comenzó a repartir ese dinero entre los ciudadanos, que servían gratuitamente en el ejército de los 18 a los 60 años, pero que pasaron a cobrar por asistir a la asamblea, al teatro, a los tribunales, por desempeñar cargos y que también se beneficiaron del reparto público del trigo, por ejemplo. Para hacerse más rica, la ciudad aumentó los impuestos y creó impuestos a los ricos, con lo cual comenzó a asfixiar su economía y permitió que surgiesen grupos que vieron en la política un modo de vida, naciendo así los demagogos, especializados en manipular los sentimientos del pueblo para su propio beneficio y su toma del poder.

Pero esa riqueza que trajo el poder naval creó varios fenómenos de degradación. Se degradó la moneda porque al aumentar su emisión surgió una enorme inflación, que hizo que todo valiese cada vez más y que los gastos públicos creciesen sin parar. Como esos gastos públicos mantenían a los demagogos, la financiación de la ciudad se hizo imposible y se comenzó a cobrar tributos exagerados por protección a las ciudades de la liga naval, que acabarían por abandonar a Atenas y exigir su libertad. Pero la cosa no quedó así, porque se degradó la política y su lenguaje, la vida judicial y las relaciones económicas, familiares y sociales en general. La verdad dejó de importar, la moral se relajó y se llegó al culmen cuando la epidemia que traía la muerte por doquier hizo que a nadie le importase ya nada y todo diese ya igual.

Algo similar está ocurriendo ahora. Estamos en medio de una pandemia global, favorecida por la enorme intensidad y velocidad de la circulación de personas y bienes entre los cinco continentes, y por la gran densidad de población urbana y las malas condiciones de habitabilidad en que vive una buena parte de ella. Para intentar frenar su expansión se decidió al principio aislar países y ciudades y frenar el ritmo de la economía, creando la pobreza de millones de personas. En los países ricos se utilizó el dinero público para compensar la debilidad de la economía, con ayudas a los parados y subvenciones de todo tipo a empresas y productos. En los países pobres, por el contrario, la enfermedad se sumó a la miseria y las personas siguieron muriendo como ya lo hacían: en el anonimato, sin figurar ni en el recuento de los cadáveres, y siendo más pobres de lo que ya eran. Y el escándalo de esa desigualdad, que está amparada no solo por la diferencia de riqueza, sino también del poder militar que la avala, ofreciéndole seguridad jurídica, se vio confirmada por el desigual reparto de vacunas, denunciado como escándalo por la OMS, la ONU y el Papa, junto a muchos otro organismos. internacionales.

En el mundo de los que tienen el dinero y las armas se procedió a emitir dinero en masa, ya fuese en euros, dólares, yuanes, yenes, rublos, o cualquier otra moneda. Y se hizo para que la economía no se hundiese en una crisis de sub-consumo y sub-producción, lo que en principio parecía lógico. Pero, al igual que ocurrió en Atenas, al aumentar la cantidad de dinero y mantener, o bajar, la de bienes producidos, se creó un peligroso proceso de inflación, empeorado por la escasez de materias primas y bienes y componentes de importancia clave en la producción industrial en distintos niveles.

La subida de la energía y las materias primas provocó el aumento de los costes de producción que tendría que repercutirse en los precios finales. Pero como no se pueden subir los salarios a ese ritmo, entonces bajarán el consumo y los ingresos del estado vía impuestos. Inmediatamente, al consumirse menos será necesario invertir menos y volverá a bajar la producción y a subir los precios. Y así se ha iniciado una espiral que puede ser autodestructiva para los ricos y ociosos de la Tierra, cuyos grandísimos problemas son las vacaciones de sol y playa, los viajes en avión, el turismo y el consumo hostelero diurno y nocturno, tema clave del lenguaje de los demagogos políticos, que viven de parasitar los fondos públicos. Un tema que abre un debate demagógico, rayano en la estupidez, sobre la libertad como derecho a beber toda la noche y cenar día sí y día no fuera de casa.

Dicen nuestros demagogos que les llegarán euros por miles de millones, gracias a su habilidad como negociadores. Unos euros que emite el mismo banco con el que ellos endeudan a sus países. Dicen nuestros demagogos que gracias a los fondos next generation renovarán todo, haciéndolo más moderno en una economía en la que solo uno de cada tres trabajos puede convertirse en digital. Dicen nuestros demagogos que ellos lo han arreglado todo, que día y noche piensan en nosotros, para encerrarnos o dejarnos salir, para cuidar de nuestra salud, o para degradarla, junto a las condiciones de los medios y el personal sanitario. Día tras día esos demagogos manipulan cifras, rozando casi el ridículo; solo les faltaría decir que cuantos más muertos mejor, porque así se mejora la esperanza de vida. Pues, si nadie puede morir dos veces, entonces cada muerto más es un muerto posible menos.

Y frente a los demagogos y los ricos, que al acabar la pandemia serán más ricos, y al lado de los sanitarios que luchan con su saber que flota sobre ese inmenso océano de ignorancia y desconocimiento que es el misterio de la naturaleza, intentando frenar el naufragio, tenemos a los medios de comunicación que no dejan de sacar a la luz ideas y opiniones de los que viven en las profundidades abisales de esa misma ignorancia, pero que paradójicamente cada día consiguen hacerse ver más. Mientras tanto, la inmensa mayoría de la gente, de la que nadie habla y a la que nadie pregunta, se limita a sufrir e intentar sobrevivir, cayendo poco a poco en el olvido de la historia.