Cabriolas, breve selección de cuentos - PorEsto

Cabriolas

Por: Carlos Martín Briceño

Le parecen repugnantes y sucios; dice que está cansada de limpiar las heces que dejan caer desde los abanicos de techo y de oírlos durante la madrugada. Es realmente tonta mi mujer, debería estar contenta: gracias a ellos no me he ido de la casa. Ayer, durante la cena, Ofelia hizo un berrinche mayúsculo.

Un pequeño excremento blanquecino en el borde de su taza de café con leche desató su histeria. Aporreó las manos sobre el cristal que recubre la mesa: —¡Estoy hasta la madre de esos bichos asquerosos! No hice caso. Me esforcé por no sonreír y me limité a engullir, sin levantar la vista del plato, un bocado del delicioso omelette de espinacas que ella me había preparado para celebrar nuestro aniversario. Lo que me hizo alzar la vista la primera vez que los descubrí fue su vivacidad.

Comprendí vagamente su propósito oculto: suplir la falta de lenguaje con agudos chasquidos, establecer un diálogo hipnótico. Esas pupilas, sobre todo, llamaron fuertemente mi atención: verdes e inescrutables canicas rodeadas de un cartílago rosa y suave. De sólo pensar que podría reflejarme en ellas, un escozor atravesó mi cuerpo.

Comencé por identificarlos: manchas, cicatrices, tamaño, color. De esta forma supe que eran cinco los minúsculos saurios que habitaban las alturas de mi casa. Tres en el área de la cocina y un par en el estudio. La piel de los primeros era oscura. Tenían los vientres hinchados —supongo que de tanta mosca— y acostumbraban salir de sus escondrijos durante la mañana.

Los otros, esbeltos y transparentes, solían esperar que apareciera durante la noche frente a la computadora para dar inicio a sus juegos. Fue este dúo el que me sedujo: había en ellos algo casi humano y, a diferencia del trío de la cocina, no escapaban al sentirme. Por el contrario, parecía llenarles de júbilo.

Contorsionistas de las alturas, cada noche urdían nuevas cabriolas. Tal era su delicadeza que una ráfaga de envidia y fascinación por su forma de vida comenzó a gestarse en mi cerebro. Una noche decidí utilizar una escalera para verlos de cerca. Ofelia no sospechaba el motivo de mis frecuentes vigilias, creía que las exigencias de la editorial eran cada vez mayores —y ciertamente lo eran, aunque me tenían sin cuidado.

A eso de las diez, antes de retirarse a la cama, mientras traducía comme amande a la attente de la première morsure… vino al estudio: —Pobre de ti, mira la hora que es. Ni siquiera ganas lo suficiente para vivir como Dios manda. ¿Hasta cuándo piensas continuar con ese trabajo de mierda? Nada dije.

Continué absorto en mi tarea sin levantar la vista del teclado hasta oír el portazo que indicaba su partida. Apenas vieron mi figura ascender, corrieron a refugiarse detrás de la reproducción del “Chat noir” de Toulouse-Lautrec, que tanto le gustaba a Ofelia. Ansioso, hice un alto en el tercer peldaño.

Sabía que de un momento a otro iban a salir, sudaba y las sienes me latían con fuerza. A los pocos minutos, uno de ellos comenzó a acercarse, arrastrando su vientre sobre la rugosidad de la pared, zigzagueando con ayuda de sus delicadas manitas de cuatro dedos hasta que se detuvo y fijó sus pupilas verdeazules en las mías. Entonces, en la profundidad esmeralda de aquellas medias lunas, descubrí la entrada a un crepúsculo silente, a un abismo de calma.

Era inútil sustraerse a su terrible luz, al infl ujo de su fulgor y al llamado de aquella inteligencia superior, ajena a cuanto yo conocía. Quise apartarme, pero el vértigo me lo impidió y, en ese instante, sentí un golpe de sol en los ojos. Ahora sé que esto tenía que ocurrir. Después de todo, yo propicié el encuentro. Y no me arrepiento.

He aprendido, entre otras cosas, a disfrutar de esta libertad en las alturas y a enriquecer la variedad de mis chasquidos. La noche de ayer fue para retozar. Corrimos un buen rato hasta yacer uno encima del otro. Así permanecimos quietos, muy quietos, como petrificados, mirando a Ofelia.

Podredumbre

Por: Xóchitl Olivera Lagunes

Malena despertó a causa del penetrante olor que pesaba en todo el cuarto. Nada más abrir los ojos, buscó la hora en el reloj de la mesa de noche. Eran las cuatro de la mañana. En la oscuridad intentó ubicar la fuente: un montón de ropa sucia, los zapatos fuera de su lugar, alguna fruta o plato con comida olvidada por ahí. No halló nada.

Todo en perfecto orden, como a la familia le gustaba y ella se esmeraba en mantener. Intentó cobijarse y cerrar los ojos otra vez, pero casi de inmediato el olor volvió a rascar la entrada de sus fosas nasales. ¿Pescado? ¿Leche agria? ¿Huevo? O quizá una mezcla de los tres.

Se incorporó y supo que ya no podría dormir hasta no saber qué era lo que apestaba y de dónde provenía el hedor. Volteó a ver a Ricardo en el otro lado de la cama. Dormía. Malena pensó que sería el mal aliento que se le acumulaba a su marido durante la noche y se acercó todo lo que pudo a los labios entreabiertos.

Aspiró. Percibió un olor entre ácido y amargo que en definitiva no era el que la había despertado. Así le olía la boca a Ricardo cada mañana cuando intentaba darle un beso y convencerla del mañanero al que ella casi siempre se negaba. Se levantó con cuidado. Caminó hasta detrás de la puerta con la nariz alerta y buscó con mayor atención: alguna bolsa con desperdicios, calcetines olvidados, los zapatos, los tenis percudidos, una toalla a medio secar.

Aunque el olor parecía pertenecer a todo aquello junto y no a una sola cosa. Recorrió la recámara tanteando las paredes, no sin haberse tropezado un par de veces con la alfombra achipotada. Buscó bajo la cama ayudada de la luz del celular. Buscó en la zapatera y en el clóset.

Todo estaba en orden, limpio, pero el olor la rodeaba sin que pudiera identificarlo. Se sentó en la cama, a oscuras. Colocó las manos sobre las rodillas y aspiró despacio, como para dar tiempo a que el hedor entrara en ella. Quizá lograra separarlo en todos sus componentes e identificarlo.

Porque así funcionan los olores: son tejidos de distintos hilos, invisibles todos, que entran trenzados en la nariz; una vez dentro del cuerpo, en los pulmones, es posible destejerlos y conocer su origen. Pero nada de eso pasó. Malena esperó varios minutos que se hicieron una hora primero, y que luego se extendieron hasta la luz del amanecer. Ricardo la acompañaba con el sonido suave de su respiración, casi sin moverse. Malena lo miró en silencio. Se acercó un poco y aspiró. Avanzó otro poco y aspiró un poco más.

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Se dio cuenta de que el olor nacía de él. No de su aliento o de su ropa, sino de todo él: de su cabello y su cuerpo y las coyunturas de sus brazos y sus axilas y detrás de sus orejas y su ombligo. Malena imaginó que el olor envolvía a Ricardo y se desprendía en pequeñas brasas invisibles que lo hacían más intenso.

La luz del sol comenzaba a atravesar la cortina blanca cuando por fin pudo observarlo: se dibujaba un manchón verdoso en una de sus mejillas. No le fue difícil recordar que se lo había visto la primera vez un par de semanas atrás, solo un poco más pequeño. ¿El manchón tendría que ver con el olor?.

Malena observó a su marido, tan apacible que no parecía dormido. Se preguntó qué estaría soñando, hasta dónde volaría su pensamiento. Estaba segura de que, a pesar de tantos años juntos, él le guardaba secretos. Acercó la cabeza y el hedor le pegó en toda la cara. Igual que la imagen del manchón expandiendo su tamaño en ese momento, en tiempo real. Fue casi imperceptible, casi como el espasmo más débil. Malena puso más atención.

La mancha de nuevo se expandió. Intentó tocarla, pero de un momento a otro le pareció que su marido tenía en la cara una especie de charco mohoso que ondulaba sobre su piel. Acercó el índice y tocó: había agua. Sobre su mejilla. Entre el horrible olor. Un charco de agua verdosa con líquenes y algas de las que se desprendía el hedor.

Malena no tuvo tiempo de reaccionar: el estómago se le revolvió al notar que en la superficie se formaba una burbuja que reventaba tras unos pocos segundos de incrementar su tamaño. Tomó la decisión al sentir la temperatura de las pequeñas gotas que le sus malos hábitos presencia o sus malas costumbres.

Al contemplarlo verdoso y hecho podredumbre, Malena pensó en la ropa de Ricardo, en sus zapatos, en su manera de arquear las cejas, de tronarse los dedos, de encender un cigarro. Hundió la mirada en donde había estado la primera mancha que ya no era una mancha sino una corriente que se expandía para absorber aquel cuerpo que pronto dejaría de existir.

En tanto las burbujas salpicaban todo lo cercano al reventarse, Malena notó en su brazo una mancha pequeña, de poco más de medio centímetro de diámetro, verdosa. Salpicaron la cara, en tanto la mancha se expandía más y más y le llenaba a Ricardo el cuerpo y los huesos y el pelo y todo lo que podía percibirse de él.

Malena no pudo hacer nada. La mancha se expandió y en cosa de minutos ya cubría todo el cuerpo de Ricardo. Ricardo, convertido en líquido verdoso, reverberaba a través de las burbujas que soltaban un olor más intenso que lograba permanecer varios segundos en el aire.

Se preguntó qué pasaría después con su marido: si sería absorbido por las sábanas y el colchón, si se quedaría contenido en su lado de la cama, qué pasaría con sus mlaos hábitos presencia o sus malas costumbres. Al contemplarlo verdoso y hecho podredumbre, Malena pensó en la ropa de Ricardo, en sus zapatos, en su manera de arquear las cejas, de tronarse los dedos, de encender un cigarro.

Hundió la mirada en donde había estado la primera mancha que ya no era una mancha sino una corriente que se expandía para absorber aquel cuerpo que pronto dejaría de existir. En tanto las burbujas salpicaban todo lo cercano al reventarse, Malena notó en su brazo una mancha pequeña, de poco más de medio centímetro de diámetro, verdosa.

Laura y Aura

Por: Aída López Sosa

Pasa, Aura, dijo con su voz vieja. Mamá, ya te he dicho, soy Laura, contesté enfadada Con sus casi setenta años no disminuía su preferencia hacia mi gemela; otro día escuchando las “virtudes” de Aura y los “defectos” de Laura. Mi hermana era la bonita, la inteligente y todos los calificativos que engrandecen a un ser humano.

El espejo confi rmaba sus dichos, con minutos de diferencia nací baja de peso y una marca en el cuello la cual se fue agrandando con la edad. Mamá, durante el eclipse de luna se rascó la panza estando embarazada y por eso la “chivaluna” en mi piel. Los dermatólogos no lograron con cremas, ni con láser, borrar la mancha violácea o tan siquiera difuminarla.

Urgía que transcurriesen las seis semanas del postoperatorio y el médico le quitara la venda de los ojos; la venda respecto a Aura nunca se la podría quitar yo. Lo bueno es que tú sí vienes a acompañarme, Laura ni se para por aquí. A pesar de tus ocupaciones con mis nietos y tu esposo, no me desamparas.

Cuando una hija es buena, una madre lo nota cuando es pequeña. Esas palabras retumbaban en mi cabeza, las había escuchado desde que tuve uso de razón. Una vez más le repetí que mi hermana no podía estar por las razones mencionadas por ella misma. Las vacaciones del despacho me facilitaban cubrir el turno diurno; el nocturno lo hacía la enfermera.

No solo estaba ciega, sino también sorda; mis palabras, no las oía, seguía llamándome Aura como su nombre; el desdoblamiento de su perfección. Narcisista en exceso. Decidí cumplir su anhelo, no le aclararía quién era y que siguiera creyéndose junto a la sacrifi cada de mi hermana y no conmigo, la solterona mala hija.

¿Tan ocupada estará la malagradecida? Atiende mejor a su perro, por eso no me arrepiento de haberte dado más a ti. Siempre se lo dije a tu padre, la gente fea es mala, pero él decía que soy clasista y por eso la traigo contra Laura. Quiero que sepas, todas mis joyas son para ti, hija, en cuanto me quiten estos trapos de los ojos te las entregaré. Mejor en vida, así ella no tendrá derecho a reclamar. La casa la pondré a tu nombre...

La interrumpí tajante, ¿crees justo dejar a mi hermana sin la mitad de la casa? Ella no se quedará conforme, trabaja con Cuento ganador del Concuso Estatal de Literatura: Tiempos de escritura 2020 abogados y reclamará lo que por ley le corresponde. Mi madre estuvo callada y pensativa por segundos que parecieron eternos, enseguida reaccionó, ¿Me estás pidiendo la propiedad en vida?

En automático repelí esa posibilidad. No, no te estoy diciendo eso. Sus deseos de orinar desviaron el tema. La ayudé a levantarse de la cama y con cuidado la dirigí al sanitario. Vinieron a mi memoria los días cuando en ese mismo lugar el shampoo entraba a mis ojos.

Mi “mala suerte” a la hora de la ducha era habitual. La mirada de Aura nunca se vio empañada con el jabón, pocas veces tenía motivos para llorar mientras que a mí me sobraban. Mamá, ¿recuerdas lo chillona que era Laura cada vez que la bañabas? Me sorprendió cuando dijo que adrede me lo echaba y el placer al verme con los ojos enrojecidos.

Un sentimiento de rabia e impotencia me atrapó, sin embargo, la levanté del inodoro con el mismo cuidado y la regresé a su cama. No tengo hijos, pero supongo que a todos se les quiere por igual. Quizá mi mala suerte no era eso y mis desventuras eran provocadas por su perversidad.

Mi gemela acostumbraba hablarme por las noches para saber cómo había pasado la jornada nuestra madre; su familia la tenía absorta y por eso no iba a verla. Los compromisos sociales de su marido, empresario exitoso digno de ella, y de sus hijos adolescentes a quienes llevaba a la escuela, al karate y al ballet, además de dirigir un séquito de servidumbre, la tenían agobiada.

Aura cumplía con pagarle la enfermera a doña Aura, la diferencia conmigo es que yo no contaba con el dinero para solventar el costo de otro turno. Desde las ocho de la mañana llegaba para prepararle todas sus comidas, bañarla, administrarle sus medicamentos y ser depositaria de los sentimientos de la mujer que me parió y nunca me quiso.

A ratos la dejaba hablando sola y recorría la casa: el cuarto de cada una de nosotras, el jardín trasero con el centenario árbol de mango, la salita de música con paredes de madera donde papá solía escuchar a Elvis Presley, a Los Platters… ooonlyyy yuuu… Cada rincón estaba impregnado de recuerdos buenos y malos.

Apenas advertí, el cuarto de Aura es más grande que el mío y tiene closet, eso le permitía tenerlo arreglado, motivo frecuente de mis castigos al no mantener el mismo orden. Mi periplo culminaba en la cocina preparando la dieta recetada por el doctor: baja en grasa y sal, abundante verdura.

Cada vez me resultaba más difícil levantarme temprano e ir a atender a mi madre para escuchar el nombre de mi hermana en vez del mío. Deseaba tener los recursos para pagar a alguien que lo hiciera, pero mis ingresos no eran fi jos. En pocas semanas conoceríamos su estado.

Era probable que al quitar el vendaje siguiera necesitando ayuda, en tal caso tendría que solicitar licencia indefi nida en el bufete. La sola idea me avasallaba. La rutina hubiera sido benévola de no enterarme de sus patrañas. Un día me dijo, ¿te acuerdas de Fernandito, el niño que jugaba contigo en el parque?

Apenas recordaba sus lentes y el pelo negro y crespo del regordete. Pues tuvo una hermanita mongolita y un día me contó su mamá que la niña se ahogó en la bañera. En aquel tiempo las señoras comentamos que ella seguramente la dejó sola para que la muerte se la llevara. Sin titubear deduje que eso mismo hubiera deseado hacer conmigo.

Quise adentrarme en su mente, le pregunté si consideraba justifi cado hacer eso con un hijo enfermo, tomando en cuenta que ella se reconocía como una verdadera católica y no de esas que van a misa los domingos y de lunes a sábado las invade el “efecto Lucifer”. La ambigüedad de su respuesta me orilló a pensar que sería capaz “por el bien de la familia”.

Enajenada, tratando de recordar a la mamá de Fernandito, aquel día olvidé administrarle los medicamentos a la hora precisa. Mientras le llevaba el consomé a la boca, me horrorizó la vulnerabilidad de los niños ante sus padres: así como te dan la vida, te la pueden quitar sin uno poder defenderse.

En más de una ocasión me sacó de mis pensamientos cuando levantaba la voz porque le mojaba la bata con el caldo. Mi silencio la preocupó: ¿tienes problemas con tu marido?, estás muy callada, dijo convencida de ser conocedora de los confl ictos de pareja, los cuales eran constantes con papá por los extremosos cambios de humor de ella. No veía el fi n del martirio.

Mis vacaciones arruinadas y con el riesgo de prolongarse sin sueldo, sin alternativa de huir o deslindar en alguien la losa que cargaba a cuestas. ¿Y si en lugar de que la mamá de Fernandito se deshiciera de su hija, la hija se deshiciera de su mamá? La idea iba y venía, rondaba y se agazapaba…se olvidaba.

Corrían los días, se aproximaba el plazo para conocer el rumbo de mi destino. El trasplante de córneas le devolvería la vista o no a mi madre, ¿y si no? Aura estaba en condiciones de seguir pagando a la enfermera, pero yo no tenía la disponibilidad para atenderla indefinidamente. Mis malos modos fueron resentidos, el agua del baño demasiado caliente, la comida salada, escueta conversación, heladez por el aire acondicionado, la música estridente.

La mamá de Fernandito, la hermanita de Fernandito, Fernandito… Una mañana llegué a la casa de mi infancia como siempre, me invadía una felicidad inexplicable, ella misma lo percibió. Mi yerno con seguridad te trató con cariño anoche, es evidente, dijo maliciosa. Así es, mamá, respondí dándole por su lado.

Puse en el reproductor a Elvis, ambas recordamos a papá. El árbol de mango daba sus primeros frutos, el cielo de intenso azul resplandeciente, la primavera revoloteando en las coloridas alas de las aves. A las doce del mediodía el agua de mango, la favorita de mi madre, estaba lista. Agradeció a la naturaleza su generosidad. Recostada en su mullido colchón, antes de ingerir sus alimentos, elevó una oración “por el pan nuestro de cada día”.

A la señora Aura le di de comer y beber y beber y beber y beber… Mojando la bata, las almohadas, las sábanas, la cama… Llenándole la boca, la garganta, la nariz, los pulmones, del dulce néctar amarillo hasta ahogar su respiración. Xóchitl Iliana Olivera Lagunes. Ciudad de México, 1985.

Estudió ingeniería agrícola en la UNAM. En 2016 publicó su primera novela corta, Ojos de gato. Estudió el diplomado en escritura literaria en Literaria – Centro Mexicano de Escritores. Ha publicado cuentos, relatos y ensayos en la revista digital Cronopio, El Universal, Tierra Adentro y El Beisman.

Es cofundadora de la revista digital Semillas de Sauce y editora y colaboradora en Anfi - bias Literarias. Imparte talleres de escritura. Fue jurado para la convocatoria de crónica ficticia Territorios, sobre la obra del fotógrafo Santiago Arau. En 2020 ganó el Premio Nacional de Novela Joven “José Revueltas”.

Carlos Martín Briceño. Mérida, Yucatán, 1966. Ha obtenido premios nacionales e internacionales de cuento, entre los que sobresalen el Internacional Max Aub 2012 y el Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2018. También recibió el Nacional Beatriz Espejo en 2003 y el de la Universidad Autónoma de Yucatán en 2004, y una mención de honor en el Nacional San Luis Potosí 2008 convocado por el INBA.

Es autor de siete libros de relatos. También es autor de la novela La muerte del Ruiseñor (2017) y de Viaje al centro de las letras (2018). Cuentos suyos aparecen en más de una docena de antologías nacionales y extranjeras. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. José Andrés Machado Soberanis. Mérida, Yucatán, 1996. Participó de 2016 a 2018 en el colectivo de escritura “Letrantes”.

Licenciado en Derecho por la Universidad Modelo. Aída López Sosa. Mérida, Yucatán, 1964. Psicóloga. Columnista en periódicos y revistas locales, nacionales e internacionales. Autora del libro de Cuentos: “Despedida a una musa y otras despedidas”. Ganadora del premio Estatal de literatura 2020. Incluida en el Mapa de Escritoras Mexicanas Contemporáneas y en el Catálogo del Cuento Mexicano.

Me distraigo manejando

Por: Andrés Machado Soberanis

Hace rato, antes de pasar por la casilla de la migra, me preguntaste qué es una distracción. Con todo el ajetreo de mostrarle nuestros documentos al agente olvidé contestarte; creo que antes estábamos hablando de la meditación y el momento presente, cosas así. Como sea, aquí te va mi respuesta: una distracción es algo que haces para mantener ocupada la mente y no pensar en el flujo contante del tiempo.

Te doy un ejemplo: yo me distraigo manejando. Obvio, ¿no? ¿Por qué otro motivo habría decidido manejar desde San Francisco hasta la Ciudad de México? Eres mi empleado, pero también eres mi sobrino, ni modos que te ponga a manejar a ti. Es solo un favor, yo voy a la ciudad por negocios, te llevo conmigo para que tomes tu vuelo a Mérida y sorprendas a tu novia de quien tanto me has hablado.

Como te iba diciendo, manejar por la carretera es como meditar, los pensamientos van quedando atrás y aunque intente verlos por el espejo retrovisor, llegará un momento en el que los pierda de vista irremediablemente. Esa es la razón por la cual me distraigo manejando. Aunque pensándolo bien, “me distraigo manejando” puede significar algo completamente distinto.

Puede ser la confesión de alguien que no es capaz de mantener la atención en el camino al estar tras el volante. Si de la nada te digo que me distraigo manejando, probablemente te preocuparías de que en cualquier momento me desconcentre y nos estampemos con alguno de estos camiones.

En ese caso, lo más seguro es que moriríamos, y cuando uno está muerto ya no hay necesidad de distraerse, porque el tiempo deja de ser relevante. A menos de que exista vida después de la muerte. Sí es así, nos jodimos porque tener que distraerse en la eternidad sería una tortura. No sé, es curioso si lo piensas un rato…

Por cierto, espérame aquí en el coche. Voy a comprar un poco de cocaína en aquella casita amarilla, nos espera un largo viaje. Si pasa algo pita tres veces. Ah, y no le cuentes de esto a tu tía. Me refi ero a la cocaína, no a las distracciones.